
Por: Oisleidys Puerto Diaz, colaboradora del Programa de Interculturalidad y Asuntos Indígenas (PIAI), y estudiante del Doctorado Interinstitucional en Educación de la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México.
El racismo, como construcción social, ha sido históricamente utilizado para legitimar desigualdades de poder, exclusión y opresión hacia ciertos grupos (Gall et al., 2022). Aunque se ha demostrado que no existen diferencias biológicas significativas entre personas, las ideas racistas continúan permeando las estructuras sociales y políticas, consolidando jerarquías basadas en raza, clase y etnicidad (Gall, 2014). El miedo a lo diferente, tanto biológica como culturalmente, ha sido un factor clave en la construcción del “otro” como inferior, reforzando diversas formas de exclusión y opresión (Gall, 2014). Este fenómeno, presente en todo el mundo, adopta diferentes formas según el contexto geográfico y cultural, pero sigue siendo un problema estructural y global que afecta tanto a individuos como a instituciones (Gall et al., 2022).
En México, el racismo ha sido históricamente minimizado, pero gracias al trabajo de movimientos sociales y académicos, se ha evidenciado como un problema estructural aún vigente a nivel nacional y global (Gall et al., 2022). Afecta especialmente a los pueblos indígenas y afrodescendientes, quienes han sido marginados y excluidos durante muchos años. Las desigualdades se manifiestan tanto en el ámbito individual como institucional y cultural, influyendo no solo en las creencias personales, sino también en las políticas públicas y estructuras sociales que perpetúan la exclusión (Gall, 2014). Esto ha generado un sistema donde las personas de tez más clara y con un origen socioeconómico privilegiado disfrutan de mayores oportunidades, mientras que los individuos de piel morena y aquellos provenientes de comunidades rurales enfrentan discriminación y barreras que limitan su acceso a recursos como la educación, la salud y el empleo; lo que se acentúa mucho más cuando se trata de personas de origen indígena.
En instituciones educativas se refleja claramente la perpetuación del racismo. Este fenómeno opera tanto a través de normas y prácticas visibles como por las desventajas económicas, políticas y sociales acumuladas, constituyendo un racismo estructural que permea en las sociedades contemporáneas (Matos, 2024; Mato; 2020a). En las universidades, las jerarquías raciales y socioeconómicas son notorias. A pesar de algunos avances hacia una mayor inclusión, el racismo estructural sigue siendo un obstáculo significativo para los estudiantes indígenas y afrodescendientes (Mato, 2020). Las barreras que enfrentan no se limitan a lo económico o académico; también incluyen la falta de reconocimiento de sus saberes y culturas, ya que las universidades tienden a ser monoculturales y reproducen epistemologías eurocéntricas que desvalorizan las experiencias y conocimientos indígenas (Mato, 2017).
Aunque se han implementado programas, como becas y tutorías, para facilitar el acceso de estudiantes de bajos recursos, estas medidas no han logrado cambiar las estructuras que perpetúan la exclusión (Mato, 2020). Las normas invisibles, el currículum oculto, en las universidades tienden a favorecer a los estudiantes de clases altas urbanas, mientras que aquellos provenientes de comunidades rurales o de extractos socioeconómicos diferentes a la dominante, enfrentan un entorno retador, marcado por la exclusión y la violencia simbólica (Sartorello et al., 2021). Este problema se agrava con la falta de representación de las culturas indígenas en los planes de estudio y las expectativas académicas basadas en criterios occidentales. Generalmente, los currículos no integran los conocimientos ni las epistemologías indígenas, perpetuando así una lógica eurocéntrica en la formación académica (Sartorello et al., 2021; Mato, 2024).
Además, abordar el racismo en las instituciones de educación superior sigue siendo un desafío. Según Mato (2024), el debate sobre este tema es limitado y las prácticas racistas se observan tanto en estudiantes como en docentes. A esto se suma la insuficiente formación del profesorado para prevenir la discriminación hacia personas indígenas y afrodescendientes, así como la falta de programas y acciones que promuevan espacios donde se desmonten los mecanismos generadores de racismo y discriminación.
Estudios realizados en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México reflejan los numerosos desafíos sociales, académicos y personales que enfrentan las y los estudiantes indígenas (Sartorello et al., 2021; 2024). La falta de interacción con otros grupos y la prevalencia de actitudes despectivas refuerzan su sentimiento de no pertenencia, lo que lleva a muchos estudiantes a optar por la “autoexclusión” como estrategia de protección frente a un entorno percibido como desafiante (Sartorello et al., 2021). Las barreras sociales, como el racismo y el clasismo, se hacen evidentes, ya que estos estudiantes provienen de entornos rurales con menos recursos en comparación con sus compañeros urbanos de clase alta (Sartorello et al., 2024). A esto se suman las diferencias culturales que los hacen sentir ajenos al ambiente universitario y excluidos en ocasiones.
Las dificultades para adaptarse a las exigencias académicas también contribuyen a esta problemática. El dominio del inglés y el uso de tecnologías, junto con una preparación previa limitada y recursos insuficientes, intensifican la sensación de desventaja y el desgaste emocional entre estos estudiantes, quienes deben esforzarse por cumplir con los altos estándares impuestos (Sartorello et al., 2024). Estas condiciones generan una presión adicional que refuerza las dinámicas de exclusión en el ámbito universitario, dificultando su plena integración y desarrollo académico.
A pesar de estos desafíos, muchos estudiantes, hombres y mujeres indígenas, muestran gran resiliencia, formando redes de apoyo con sus pares en situaciones similares y generando sus propios espacios de convivencia. Estas redes les permiten adaptarse y superar las dificultades, logrando no solo culminar los estudios, sino también aplicar los conocimientos adquiridos para beneficiar a sus comunidades de origen. Este proceso evidencia su capacidad para generar cambios significativos y utilizar las herramientas académicas adquiridas para mejorar las condiciones de vida en sus contextos (Sartorello et al., 2024).
En este contexto, los estudios demuestran que, aunque las políticas de inclusión en las instituciones educativas de educación superior son necesarias, no son suficientes para transformar las estructuras coloniales que continúan excluyendo a los estudiantes indígenas (Mato, 2020). Si bien se han dado algunos avances, estas políticas suelen ser asistencialistas y no abordan las barreras estructurales que perpetúan la exclusión. Para lograr una interculturalidad auténtica, es fundamental integrar los saberes indígenas y reformar las dinámicas de poder dentro de las universidades. Esto implica valorar verdaderamente la diversidad cultural y crear espacios en los que todas las voces sean escuchadas y respetadas (Mato, 2020; Sartorello et al., 2024).
El desafío no reside solo en abrir las puertas de la educación superior, sino en transformar el entorno universitario en un espacio donde los conocimientos, lenguas y cosmovisiones de los estudiantes indígenas y afrodescendientes sean reconocidos como valiosas aportaciones (Mato, 2020a). Resulta imperativo deconstruir las relaciones interculturales y promover una reflexión crítica que permita avanzar hacia una genuina interculturalización, impulsando cambios profundos que superen las desigualdades y asimetrías existentes (Mato, 2024; Sartorello et al., 2021). Es crucial cuestionar el papel de las universidades, de sus actores y su capacidad para ser verdaderos agentes de cambio, en lugar de perpetuar las desigualdades que intentan combatir. Reflexionar sobre estos temas nos lleva a preguntarnos si las instituciones están realmente preparadas para ser espacios de transformación social o si, por el contrario, continúan atrapadas en las estructuras coloniales que necesitan desafiar. Solo cuando reconozcamos y valoremos las diferencias culturales como una fuente de enriquecimiento mutuo, podremos construir espacios educativos más inclusivos y justos. Es en ese diálogo abierto y respetuoso, donde todas las voces tienen cabida, que realmente podremos avanzar hacia una interculturalidad genuina, capaz de desmantelar las estructuras de exclusión que aún persisten en instituciones educativas.